Después de la alegría
que tú, dulce sol de oro,
derramaste en la fronda misteriosa
de mi doliente corazón-¡tan solo!-,
arrullada de un pájaro ilusorio.
Te ibas, en una gloria
de ocasos alegóricos,
volviendo la cabeza pensativa,
que daba a lo imposible su trastorno,
mezclados la sonrisa, tristemente,
y el llorar, en tus labios y en tus ojos.
Se quedó el corazón sombrío y frío,
morado y húmedo en el fondo,
dorado rosamente en su alto éxtasis
de la ilusión de ti, divina como
una ilusión de sol en la hoja última
de un árbol de otoño.
J. R. Jiménez